Cierto día Afrodita y Hermes se miraron intensamente. Y descubrieron que se amaban.
Tan fuerte fue la atracción que sintieron, como poco duradero fue su encuentro. Pero de su unión nació un hijo, a quien sus padres llamaron Hermafrodito, fundiendo en uno sus nombres griegos.
Terminada su aventura, la diosa comenzó a sentirse acusada de un nuevo adulterio. Y viendo en su hijo un testimonio vivo de su traición, decidió separarse de él. Lo entregó al cuidado de las ninfas del monte Ida para que lo criaran y lo educaran.
Al cumplir 15 años, Hermafrodito abandonó a sus niñeras y se dispuso a recorrer las tierras griegas. Era tan bello como su divina madre pero no había heredado de ella su ardor amoroso. Ante los encantos femeninos y perspectivas de aventuras, tímidamente bajaba los ojos y se retiraba.
Un día, al andar por una región soleada, el calor excesivo le hizo buscar un lago donde refrescarse. El hijo de Hermes y Afrodita se desnudó y se zambulló en las límpidas aguas.
La ninfa Sálmacis, espíritu de aquel lago, no tardó en ver al joven. La visión de aquel hermoso cuerpo despertó en ella la más intensa pasión. Se desnudó también y se deslizó ágil y graciosamente en las aguas cálidas. Hizo todo lo posible por conquistar al joven, pero éste se resistía.
Desesperada, lo enlazó fuertemente y suplicó a los dioses:” ¡Te debates en vano, hombre cruel! ¡Dioses! Haced que nada pueda jamás separarlo de mí ni separarme de él”
Los inmortales atendieron a su pedido y los dos cuerpos quedaron fundidos para siempre en un solo ser, de doble sexo.
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